Buscando la Chunking Mansion en Koowlon, Hong Kong. |
Koowlon.- En ese
momento me volví a lamentar no haber descargado un mapa antes de salir de
viaje. Encontré uno en la estación del metro. Me habré pasado unos diez
minutos buscando la calle 40 y la Chungking Mansion, de recordar mi frustración y
el tiempo frente a ese mapa, me doy lastima yo mismo.
Intentaba de todas las formas posibles encontrar el lugar al que iba. Lo más sensato fue afrontar nuevamente mi error y salir a la superficie con mi cara derrotada, levantando los pies preocupados por el camino. Y así llegué a la última grada con la mirada hacía arriba y hacía el frente, buscando ahora la “Nathan Road N. 40”.
Intentaba de todas las formas posibles encontrar el lugar al que iba. Lo más sensato fue afrontar nuevamente mi error y salir a la superficie con mi cara derrotada, levantando los pies preocupados por el camino. Y así llegué a la última grada con la mirada hacía arriba y hacía el frente, buscando ahora la “Nathan Road N. 40”.
Justo al
salir de la estación había un cartel señalando que estaba en la Nathan Road,
pero calle 200 a la 150. No era exactamente la que buscaba, pero era la calle
en la que en algún lugar encontraría el edificio en el que había hecho
reservación.
Para entonces ya era de noche y me volvió el dolor de cuello de ver hacía
todos lados, era asombroso.
“Es Hong Kong”, pensé. Y lo era. Miles de rótulos luminosos, miles de; ¡Uf!, de personas diferentes otra vez. Habré dado unos diez pasos desde que salí de la estación cuando se me acercó la primera persona a hablar.
“Es Hong Kong”, pensé. Y lo era. Miles de rótulos luminosos, miles de; ¡Uf!, de personas diferentes otra vez. Habré dado unos diez pasos desde que salí de la estación cuando se me acercó la primera persona a hablar.
Un hindú me
preguntó en inglés “What do you need, bro?” (¿Qué buscas, hermano?), con un acento particular.
Y así, recién llegando a Hong Kong iba a tener mi
primer ofrecimiento de: “Do you need weed bro?, Or maybe some hashis, pills, some
watch?, what do you want?” (¿Buscas marihuana o quizá algo de hashis, pastillas o tal vez un reloj?).
Cuando lo
escuché no me reí. Me quedé en shock y con la boca abierta, me detuve unos
tres segundos, lo suficiente para ser un ‘blanco’ perfecto en medio de la multitud y para que un grupo entero de personas como él se me acercaran a ofrecer “relojes”. Al verles venir, me
reí y les dije: “No, i don’t like drugs”. Me vieron, se vieron y seguramente no
me creyeron, pero no insistieron más.
Mientras
caminaba en medio de un montón de luces, personas y buses de dos pisos, saqué
de mi libreta la dirección del hostal nuevamente. “Chungking Mansion, Nathan Road
40”, “lo voy a recordar para cuando me pregunten qué quiero, pensé”, y justo
así fue.
Durante mi caminata siguiendo los rótulos que iban bajando los números
de las calles, también me fije que con los hindúes era al contrario, cuando más
me acercaba a la dirección, se incrementaba la cantidad de ellos. Y de repente, Plop!, levante la cabeza, vi hacía arriba y un edificio
gigante decía “Chungking Mansion”.
Una mansión para 'Street Kings'
La entrada era un pasaje de donde salían y
entraban un montón de hombres con turbante y mujeres con hijab o velo en sus
caras. Y otro montón esperaban en los costados ofreciendo todas las cosas
anteriores y a partir de ese momento: hotel.
Cuando subí
las gradas para entrar al pasaje se me acercó un hombre y me preguntó qué
buscaba, asombrado le dije que necesitaba encontrar el “Budget Hostel” y me
dijo que allí era, que fuera al ascensor de mi derecha y buscara el “Bloque D”.
Para ese momento yo tenía nuevamente la boca
abierta y estaba en shock viendo la cantidad de personas “no chinas” –pero sí
asiáticas- que cruzaban de un lado a otro de mi cuerpo.
Turbantes, bigotes, grandes panzas, velos, tiendas de cambio de dinero, de electrónica, de zapatos, de ropa, de maletas, de celular; un montón de restaurantes de comida, cada uno con un menú aparentemente diferente y con por lo menos tres personas ofreciendo comida mientras caminaba aturdido. Curry por todos lados. Pero, y esto si lo sentí muy mal, estaba terriblemente sucio.
Turbantes, bigotes, grandes panzas, velos, tiendas de cambio de dinero, de electrónica, de zapatos, de ropa, de maletas, de celular; un montón de restaurantes de comida, cada uno con un menú aparentemente diferente y con por lo menos tres personas ofreciendo comida mientras caminaba aturdido. Curry por todos lados. Pero, y esto si lo sentí muy mal, estaba terriblemente sucio.
Ascensor del 'Bloque D' en la Chungking Mansion. |
En el décimo piso quedaba la recepción del Budget Hostel. Llegué, bajé del elevador y vi hacía los dos lados,
de mi lado izquierdo había un pasillo con una cámara apuntando hacía el centro -ya había
olvidado las cámaras que nos graban todo-, yo no sabía para dónde ir y esperé a
que apareciera alguien y así fue, un señor trigueño con bigotes encorvados me
dijo que tocara la puerta de mi derecha y lo hice.
Otro detalle importante de mencionar es que a pesar de estar en el piso numero 10, yo pensaba que a lo mejor era el piso 5 porque parecía que de un piso se habían construido dos, yo casi pegaba en el techo.
Otro detalle importante de mencionar es que a pesar de estar en el piso numero 10, yo pensaba que a lo mejor era el piso 5 porque parecía que de un piso se habían construido dos, yo casi pegaba en el techo.
Al entrar a la recepción, me atendió otro hindú, otros dos estaban en una habitación de la
entrada metiendo y sacando quien sabe qué. Mercadería quizá. El que me atendió
me preguntó que, qué buscaba, me reí pensando en los que me hacían esa pregunta en
la calle, pero rápidamente le dije que buscaba el Budget Hostel, que había
hecho reservación allí. Lo dije casi orgulloso porque era la primera vez que
usé PayPal y ahí estaba, de frente a mi
primera compra electrónica en mi vida.
¿”Pasaporte?”, me dijo y se lo di.
Después de un breve chequeo en una computadora me dijo que eran 196 dólares de
Hong Kong (30USD) los que debía pagar. Saqué dos billetes verdes de cien cada uno de mi
billetera y pagué.
En ese
momento llegó un joven blanco a la recepción, también huesped, traía una tarjeta como para abrir
puertas. Al verle me sorprendió su cara, parecía muy asustado. El recepcionista lo vio y de manera indiferente le
preguntó qué quería. Yo me alejé un poco de la recepción y me senté en un sofá.
Tampoco muy lejos, eh, no había mucho espacio para alejarse de ese lugar,
simplemente no quería estar frente a la conversación.
De pronto llegó otro
joven -también hindú-, le dijo algo al recepcionista, se intercambiaron
algunas palabras en un idioma que yo no entendía y luego me pidió que le siguiera. Me llevó al
ascensor y dijo que lo esperara en el piso 6, subí y quedé totalmente de
espaldas a la puerta, era imposible moverse allí, lo único que podía hacer era
ver la cara de las personas que a mí me quedaban de frente y a mí todos me
miraban.
Cuando bajamos el primer piso, suficiente tiempo como para volver a
perder la pena, empezaron a hablar “raro”, un paso a mi derecha, yo tenía a un
señor con turbante y una barba blanca muy larga que me dijo en inglés que esperara
en el pasillo del 6 al joven que me dejó en la puerta.
Para ese
momento, y para lo pequeños que me parecían los lugares, sobre todo el
ascensor, empecé a sentir paranoía. Todo me parecía raro y diferente. Todas
esas historia de trata de personas en Asía se vinieron a mi cabeza. De pronto se abrió el ascensor, el señor con voz fría me dijo: “Es aquí”. Di un paso
atrás, les dije “adiós”, se cerró el ascensor y me quedé pálido. Unos dos o tres
minutos después apareció el joven hindú por una puerta al lado
derecho del ascensor.
“Seguíme”, dijo y lo seguí. Aunque apenas fueron unos 8 pasos desde el ascensor por el pasillo hacía la izquierda, de pronto habían dos puertas que bloqueaban el acceso a lo que seguramente antes eran dos pasillos.
“Seguíme”, dijo y lo seguí. Aunque apenas fueron unos 8 pasos desde el ascensor por el pasillo hacía la izquierda, de pronto habían dos puertas que bloqueaban el acceso a lo que seguramente antes eran dos pasillos.
“5656, es la
clave de la puerta”, me dijo y la puso en una pequeña pantalla táctil que abría
la puerta al pasillo donde dormiría las próximas dos noches en Hong Kong.
Mi habitación
era la 616, compartida por supuesto con otros huéspedes. Al cruzar la puerta observé
tres literas en un espacio muy pequeño. En la del fondo, la que tenía acceso a
la ventana estaba un hombre. Era el único en la habitación en ese momento.
Mi
primera impresión fue que era una persona muy enojada, cuando entré con el hindú; se empezó a quejar porque su celular no tenía conexión a internet.
Yo, por supuesto no dije nada, me quedé a un lado, me “arrimé” a una de las
camas y metí la contraseña del wifi en mi celular mientras esperaba las
últimas instrucciones.
Después de
unos cinco minuto, me dieron mi cama, todas estaban ocupadas, menos la de
arriba del hombre que se acababa de presentar quejándose. “Vaya suerte tengo”, pensé y acepté como quien acepta la pérdida del campeonato de fútbol de su
equipo favorito. No podía estar más aturdido en ese momento.
Cuando el
representante del hotel se fue, intenté ser amigable con el hombre que
seguramente se quejaría también de mis movimientos cuando quisiera subir a mi
cama hoy y mañana. Le pregunté si ya había intentado reiniciar su teléfono, “a
veces eso resuelve todo”, le dije muy asustado. Me
vio, se río y dijo que si, pero que lo volvería a hacer.
Luego quise empezar la típica conversación de viaje, “¿de dónde sos?”; lo sé, es cliché preguntar eso, pero necesitaba pasar por encima de él y acostarme en mi parte de la cama.
Luego quise empezar la típica conversación de viaje, “¿de dónde sos?”; lo sé, es cliché preguntar eso, pero necesitaba pasar por encima de él y acostarme en mi parte de la cama.
Al final, con
mucha emoción me dijo que era español, de Barcelona y que se llamaba Jordí, venía de
Vietnam, Tailandia y Cambodia, “de vacaciones”, agregó y me asombré.
Le empecé a hablar en español y él entró automáticamente
en confianza. Aquella imagen de monstruo que se quejaba de no tener señal en su
celular se había esfumado y partir de entonces no lo pude parar, hablaba y
hablaba. Tampoco me parecía molesto, para nada lo era mientras me
contaba lo que había visto en su viaje, simplemente me causó gracia como se
transformó al empezar a hablar en su idioma y yo en el mío. No paramos como en
media hora de contarnos las cosas que hemos visto en los últimos meses. Sobre
la locura que es el internet, Asia y algunas cosas que él hace.
Vale la pena contar como "algunos países están invirtiendo en el reciclaje", decía y explicaba que trabaja con una maquina gigante que instantáneamente separa el
plástico del resto de desechos y los clasifica.
Me contó que con las botellas de refresco o de agua, la maquina tira por un canal en el que hay aire con presión y que al chocar con el pico de las botellas, estás rebotan y son lanzadas a un recipiente que las recolecta. “Ya no se necesitan humanos”, me dijo riendo. Y yo no podía dejar de abrir los ojos y la boca.
Me contó que con las botellas de refresco o de agua, la maquina tira por un canal en el que hay aire con presión y que al chocar con el pico de las botellas, estás rebotan y son lanzadas a un recipiente que las recolecta. “Ya no se necesitan humanos”, me dijo riendo. Y yo no podía dejar de abrir los ojos y la boca.
Nos pasamos
un buen rato contándonos 'nuestros caminos'; él conocía varios países de Latinoamérica, y su
viaje de este momento terminará en México. Qué envidia le tuve. Yo me empecé a
quejar, le conté mi experiencia perdido, “que error es viajar sin descargar el
mapa del lugar al que vas”, le dije. “Nunca más lo volveré a hacer”, remarqué
con mucha convicción y empecé la descarga en mi celular del mapa de Hong Kong.
Al fin
subí a mi lado de la cama, eso equivalía a la felicidad de escalar el Everest,
en mi caso.
Acomodé mi mochila, aproveché que no lo veía de frente y le dije
que yo si me había conectado a internet sin problema, me reí y agregué que tenía
hambre para amortiguar un poco su malestar con la conexión al internet.
Ignoró
la primera parte de mis comentarios, pero respondió que él también y acordamos
bajar a explorar aquel mercado que vi cuando entré. Él también había llegado
ese mismo día al hostal, pero no había salido De la habitación. “Vi un kebab allá abajo por si te gusta la comida turca”, me dijo y yo estaba totalmente
impactado solo de pensar en la cantidad de opciones que tenía esa noche.
“Vámonos”, le dije presionándole.
Tres minutos
después estábamos de frente al elevador. Esperamos un par de minutos hasta que
llegó, pero estaba lleno. No podíamos irnos. La respuesta de mi compañero de
habitación fue dirigirse a las gradas. Era un pasillo al lado derecho del
elevador, muy cerca al de nuestra habitación. Eran las gradas por donde
había bajado el hindú. “Tené cuidado porque estas gradas están muy
engrasadas”, agregó y así era.
Gradas del Bloque D, en la Chungking Mansion, Koowlon, HK |
Estaban exageradamente lisas y el pasillo era
una locura. Era blanco, tenía en algunos de los pasillos, pequeños “placazos”, que
no son grafities, sino, marcas de territorio. Había basura en cada uno de los pisos a los que bajábamos y
sobre todo, olía muy mal.
El mercado fue impresionante al verlo con más
detenimiento, las comidas por todos lados eran tentadoras. Yo me decidí por
un Tikka Massala. Jamás había probado algo así.
Después de
comer yo me moría de ganas de caminar por las calles que me asombraron cuando
vine.
Salimos del restaurante, compramos tres botellas de agua de 1.25 litros
cada una por 10 dólares hongkoneses. Me tomé una de un trago, la otra me la
puse bajo mi brazo izquierdo y caminé abrazándola por todo el mercado. Mi
compañero de habitación se quedó con la otra y me dijo que tenía ganas de un
helado. Un final perfecto para el sabor de aquella comida, y sobre todo, para
adornarnos el clima tropical de Hong Kong.
Al terminar el helado, mi nuevo amigo preguntó qué quería hacer. “Esas calles se ven grandes, las quiero recorrer
todas”, le dije motivado y vaya que sí, para ese momento ya había descargado el
mapa de Hong Kong, ya podía ir a donde fuera y no tener miedo de perderme, en
fin, de no tener miedo.
Nos despedimos.
Continuará...
Nos despedimos.
Continuará...
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